Cuando alguien llama a la puerta nunca abro. A veces
por floja y a veces por miedo. Que el corazón se me esté saliendo del pecho no
es tu culpa, de verdad que no. Tú estás dormido y la gente que duerme es
vulnerable. Y sé que si abro la puerta no te vas a despertar, por eso tengo
miedo, por eso no abro.
¿Cómo te imaginas al coco? Porque estamos de acuerdo
que no existe, pero si existiera cómo crees que sería. Cuando era niña mamá
juraba que si no me iba a la cama el coco iba a venir y me comería. Me lo decía
nerviosa, empapada en sudor, con las manos y la voz temblorosas. Entonces se
iba a la sala a esperar a papá. Y yo en lugar de dormir pasaba las noches
enteras inventándole rostros al coco, luego lo dibujaba. Tenía cuadernos llenos
de garabatos con sus posibles identidades.
Algunos dibujos eran parecidos a changos grandotes,
con colmillos gruesos y babas escurriendo de su hocico. Otros eran pequeños,
flacos, encorvados y sin pelo, igualitos a las imágenes que pasaban en la tele
cuando hablaban del chupacabras. Había otro en particular que me gustaba mucho,
pero mejor no te lo describo porque no’mas de acordarme me muero de la risa, o
igual y son los nervios. Así pasé todas las noches de mi infancia, intentando
encontrarle cara a algo que nunca había visto, a lo que supuestamente tenía que
darme miedo pero más bien me daba un chingo de curiosidad. Y yo no’mas no me
dormía.
Siempre tuve una
relación amor-odio con la oscuridad. Por un lado me encantaba porque era el
único momento en que podía dibujar sin que nadie me molestara. Pero también la
odiaba, porque sabía que tarde o temprano llegaría papá y él me daba miedo en
las noches.
Me acuerdo de mamá con la nariz llena de sangre y los
ojos rojos de tanto chillar. Papá con su cara de zombie arrastrando las palabras
y metiéndose polvo como endemoniado.
Crecí mirando por la orillita de la puerta,
aprendiendo que en la noche es cuando se pasa de la risa al miedo, se golpea a
mamá, se bebe cerveza, se inhala coca y se escucha a los doors a un volumen
rompetímpanos.
Me daba más miedo mi papá hasta la madre de coco que
el mismo coco con el que tanto me cuenteaba mamá. A ese a final de cuentas ni
lo conocía. Ese no venía en las madrugadas a tocarme mientras yo lloraba
callada y temblando de pura confusión. Siempre me odié por no poder matar a
papá. Tan divertido, talentoso y a veces tan guapo. Sentía muchas ganas de
molerle la cabeza a golpes, pero siempre me contaba un chiste antes de que me
atreviera a hacerlo.
Así seguí creciendo, amando y odiando que se metiera
el sol. Porque eso era lo que me asustaba, que se metiera el sol. A pesar de todas las madrizas que papá le
dio a mamá nunca me ha dado miedo cuando se me acerca un hombre desconocido. Yo
sé cómo controlarlos. Son bien mansitos, nada más es cosa de que les hables al
oído y bajan la guardia. Se les doblan las piernas, empiezan a tartamudear, a
sudar por todos lados y entonces yo me cago de risa de verlos tan inofensivos.
A lo mejor por eso terminé de puta cuando me escapé de la casa. No tanto por la
lana, esa va y viene. Más bien por sentir el poder de controlar a cualquier
tipo que se las diera de muy macho.
Lo bueno de andar taloneando es que los clientes casi
siempre son feos, apestosos, borrachos y bigotones. Nunca guapos, chistosos y
bien bañados como papá y tú. Porque así que digas feo feo pues no eres, andas
perfumadito y bien rasurado. Por eso cuando te me acercaste allá afuera le
pensé mucho, la neta te le subí al precio esperando que me dijeras que mejor
no, porque eres igualito a papá. Pero resultó que no era no’mas lo guapo,
también tienes mucha lana para comprar lo que sea, y pues ya no me quedó de
otra.
Acá entre nos, tienes una pinche suerte que ni te
cuento. Si no fuera porque estoy que me lleva de puritito miedo ya no estaría
aquí contigo. Porque deja que te diga que terminando mi chamba dejo que se
queden dormiditos y entonces pues ya, los chingo. No los mato, porque a los
hombres no les importa la vida. Les robo todo, ahí es donde más les duele.
Luego llego a mi casa y siento a ver mi caja de zapatos llena de billetes,
relojes, anillos de compromiso y crucifijos de puro oro. A veces les robo
también sus credenciales para ver sus fotos y morirme de risa.
El chiste es que si no me he ido de aquí con toda tu
lana es porque si abro me muero. No me voy corriendo porque conozco ese olor a
loción cara que está detrás de la puerta, ese sonido del aire intentando entrar
por una nariz jodidísima por años de vicio. Los conozco y a mi lo conocido es
lo que me da miedo. Si no me he despegado de ti es porque mamá tenía razón, yo
que no’mas no me duermo y el coco que ya vino por mi.
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