domingo, 30 de diciembre de 2012

AKAWI.


Akawi se levantaba antes de que se escondiera la luna, maquillaba la áspera piel de su rostro con pintura, colocaba algunas plumas en su cabeza, teñía su cabello con colores alegres que extraía de las flores, cubría su cuerpo con una gruesa capa de piel de búfalo llena de figuras llamativas. Todas las mañanas el mismo ritual. Era un indio peculiar, contrastaba con la seriedad y formalidad de todos los demás integrantes de la tribu. Había nacido con alma de artista.

Algunos lo tomaban por loco, otros lo ignoraban, se reían a sus espaldas por su ridícula vestimenta, pero los niños lo amaban. Los más pequeños de la aldea se reunían en la colina cuando los primeros rayos del sol tocaban la tierra. Ansiosos esperaban que Akawi apareciera con su peculiar nariz aguileña y su colorida vestimenta, siempre con una sonrisa.

Una vez que la audiencia estaba lista el indio hacía actos de magia y contaba cuentos. Pero había un acto que los pequeños disfrutaban mucho más que ningún otro: la danza de la lluvia.

No había nada mas gracioso que ver a Akawi agitarse como si estuviera poseído por un demonio. Agitaba las caderas, levantaba los brazos, arqueaba las piernas, hacía las muecas más chistosas y luego gritaba un extraño cántico mientras tocaba un tambor hasta que le dolían las manos. Verlo vestido de esa forma y haciendo ese baile tan raro hacía a los niños estallar en carcajadas.

El acto siempre concluía de la misma manera. El cielo azul se veía opacado por nubes grises y pesadas, el sol desaparecía y los truenos anunciaban lo prometido. Comenzaban a caer las enormes gotas de lluvia. Los niños gritaban de gusto, extendían sus brazos como si quisieran tocar el cielo, abrían sus bocas para beber y todos saltaban junto a Akawi cobijados por el sonido que la lluvia produce al golpear la tierra.

Cierto día el indio se levantó a la misma hora de siempre, hizo su ritual de maquillaje, salió de su tienda y, como todas las mañanas, arrancó sonrisas a su público con sus relatos y actos de magia. Se preparaba para cerrar con su divertida danza de la lluvia una vez mas. Arqueó las piernas, levantó los brazos, hizo muecas, bailó y brincó pero los rayos del sol no dejaron de pegarle en la cara. Volvió a danzar, a cantar, a agitar sus caderas, pero esta vez las nubes no llegaron.

Jamás había pasado algo así. Nunca había sentido que la cara le ardiera de vergüenza por haber fallado en su número estelar. ¿Qué iban a decir de él los niños? Seguramente esta vez sus carcajadas iban a ser por lo ridículo que se veía ahí, con su acto principal fallido. ¡Que fracaso!

El silencio invadió la colina. Los pequeños se miraban unos a otros sin entender qué pasaba. Notaron que una lágrima caía del ojo derecho del indio, Akawi lloraba de tristeza. Para levantarle el ánimo los niños empezaron a chocar las palmas de sus manos. Primero lentamente, luego un poco más rápido hasta que la velocidad de los golpes emuló el sonido de la lluvia al caer. El ruido creció hasta inundar toda la colina. Akawi levantó la cara al escucharlo, se limpió las lágrimas y sonrió.

Desde aquél día cada vez que alguien terminaba un acto la audiencia lo acompañaba con palmas, recordando aquella mañana en que los niños dibujaron una sonrisa en la cara de Akawi después de que la lluvia le jugó una mala pasada. Fue así como nació eso a lo que mas adelante alguien llamó "aplauso".

 

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