Akawi se
levantaba antes de que se escondiera la luna, maquillaba la áspera piel de su
rostro con pintura, colocaba algunas plumas en su cabeza, teñía su cabello con
colores alegres que extraía de las flores, cubría su cuerpo con una gruesa capa
de piel de búfalo llena de figuras llamativas. Todas las mañanas el mismo
ritual. Era un indio peculiar, contrastaba con la seriedad y formalidad de
todos los demás integrantes de la tribu. Había nacido con alma de artista.
Algunos lo
tomaban por loco, otros lo ignoraban, se reían a sus espaldas por su ridícula
vestimenta, pero los niños lo amaban. Los más pequeños de la aldea se reunían
en la colina cuando los primeros rayos del sol tocaban la tierra. Ansiosos
esperaban que Akawi apareciera con su peculiar nariz aguileña y su colorida
vestimenta, siempre con una sonrisa.
Una vez
que la audiencia estaba lista el indio hacía actos de magia y contaba cuentos.
Pero había un acto que los pequeños disfrutaban mucho más que ningún otro: la
danza de la lluvia.
No había
nada mas gracioso que ver a Akawi agitarse como si estuviera poseído por un
demonio. Agitaba las caderas, levantaba los brazos, arqueaba las piernas, hacía
las muecas más chistosas y luego gritaba un extraño cántico mientras tocaba un
tambor hasta que le dolían las manos. Verlo vestido de esa forma y haciendo ese
baile tan raro hacía a los niños estallar en carcajadas.
El acto
siempre concluía de la misma manera. El cielo azul se veía opacado por nubes
grises y pesadas, el sol desaparecía y los truenos anunciaban lo prometido.
Comenzaban a caer las enormes gotas de lluvia. Los niños gritaban de gusto,
extendían sus brazos como si quisieran tocar el cielo, abrían sus bocas para
beber y todos saltaban junto a Akawi cobijados por el sonido que la lluvia
produce al golpear la tierra.
Cierto día
el indio se levantó a la misma hora de siempre, hizo su ritual de maquillaje,
salió de su tienda y, como todas las mañanas, arrancó sonrisas a su público con
sus relatos y actos de magia. Se preparaba para cerrar con su divertida danza
de la lluvia una vez mas. Arqueó las piernas, levantó los brazos, hizo muecas,
bailó y brincó pero los rayos del sol no dejaron de pegarle en la cara. Volvió
a danzar, a cantar, a agitar sus caderas, pero esta vez las nubes no llegaron.
Jamás había
pasado algo así. Nunca había sentido que la cara le ardiera de vergüenza por
haber fallado en su número estelar. ¿Qué iban a decir de él los niños?
Seguramente esta vez sus carcajadas iban a ser por lo ridículo que se veía ahí,
con su acto principal fallido. ¡Que fracaso!
El
silencio invadió la colina. Los pequeños se miraban unos a otros sin entender
qué pasaba. Notaron que una lágrima caía del ojo derecho del indio, Akawi
lloraba de tristeza. Para levantarle el ánimo los niños empezaron a chocar las
palmas de sus manos. Primero lentamente, luego un poco más rápido hasta que la
velocidad de los golpes emuló el sonido de la lluvia al caer. El ruido creció
hasta inundar toda la colina. Akawi levantó la cara al escucharlo, se limpió
las lágrimas y sonrió.
Desde
aquél día cada vez que alguien terminaba un acto la audiencia lo acompañaba con
palmas, recordando aquella mañana en que los niños dibujaron una sonrisa en la
cara de Akawi después de que la lluvia le jugó una mala pasada. Fue así como
nació eso a lo que mas adelante alguien llamó "aplauso".
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